CASA BALCANES
  Sociopolítica   Serbia 22/05/2013

Diseccionando Serbia con ojos ecuánimes

Presentación de "Anatomía serbia" de Miguel Rodríguez Andreu

¿Dónde está el "Srbislavci", el lugar de los serbios? Para encontrar el enclave sentimental, el eje de esa "serbitud", el extranjero requiere un cicerone; Miguel Rodríguez Andreu es quien en este volumen nos ilustra sobre un relato que ha desmenuzado para dárnoslo a comer sin que se nos atraganten los grandes clichés históricos que ofrece como plato rápido el desconocimiento. De su mano conocemos el seguidismo nacionalista y el desmembramiento de la sociedad, las transformaciones étnicas a cargo de Šešelj en la Vojvodina, el rechazo desde el espíritu serbio nacionalista de lo musulmán, pese a su imbricación en la cosmología propia, que aventaron la semilla del odio como supo ver Cerić, el gran muftí de Bosnia y Herzegovina. También nos sentamos a la mesa de reuniones de en Korčula, donde Marcuse, Fromm o Baumn buscaban vías intermedias al capitalismo y al estalinismo, mientras se equilibraba el castigo en todas las repúblicas y se aupaba al comunismo más conservador.A través de los testimonios recogidos en el libro entendemos el uso del patrimonio histórico como elemento de confrontación, en la reflexión de Mikel Córdoba, o nos acercamos a estrellas de cine como "Bata" y Dvornik, ejemplos de lo inane del enfrentamiento entre hermanos.

Rodríguez Andreu nos deja entrar en su habitación serbia para que apreciemos el estupor de los habitantes de su país de acogida ante esa bandera yugoslava, desde luego ajena a la tuga (nostalgia), para que de inmediato asistamos con él al desfile de las "víctimas de la transición" refugiadas en las kafanas, aplicando el bisturí como hiciera Halpern en su análisis de la vida rural en Šumadija. De no ser así nos sería difícil reconocer al insumiso Karađorđe de los palos de cereza en el espejo de los Milošević de turno o saber de ese fenómeno que es la soberanía agrícola familiar que imprime carácter en la ruralización de Belgrado, definida por Simić, y acentuado en los tiempos de la crisis previa a la caída de Yugoslavia. La Serbia que vemos con la lupa del escritor es la que lee en la letra pequeña de la narratividad histórica apreciando cómo hubo quien quiso hacer de Serbia esa gran zadruga, pese al desarraigo del territorio, sin cosmopolitismo y firmemente apegada a lo etno, tan reconocible en barrios como Mirijevo. El autor no rehúye señalar con el dedo a quienes miraron hacia otro lado frente a los hombres de las montañas que tomaron las armas, por mucho que luego con dinero quisieran mimetizarse con el colosalismo de Kralja Petra. Atrás quedan los años en que los partisanos se convierten en elemento legitimador y anulador a la vez de un pasado četnik, ustaša, sepultando por segunda vez a los muertos de Goli Otok o Jasenovac, aunque sea el nacionalismo separatista quien lo desenterrara como argumento para una iglesia ortodoxa y una intelectualidad belicosas. La roca serbia, seca en la primavera tras el invierno de la guerra fría se fractura inesperadamente, sustituyendo la burocracia yugoslava por otra de corte nacionalista, cuyos efectos pudo probar nuestro historiador en propias carnes.

Testigo de excepción de esa simbiosis paulatina entre campo y ciudad en sus seis años de estancia en Serbia, Miguel Rodríguez Andreu nos ofrece un ameno relato de los grandes hechos, pero también de los pequeños lugares con los que huir de lo inevitable para poder dar con gentes tan vitales como aquella Dobrila, la desazón de los serbios que no aciertan a dibujar la linde de su país, la dilación sine die de la transformación social, política y económica, a expensas de la solución de un conflicto emocional, el de Kosovo que haría temblar las calles de Belgrado bajo las bombas de la OTAN. Europa pecó de euforia, tal vez síndrome de Estocolmo tras los padecimientos del Telón de Acero y alentó un secesionismo plagado de figuras heroicas hinchadas de testosterona y propaganda que concluyó en los acuerdos de Dayton, para reproducir paradójicamente la micronización del problema yugoslavo. Fueron los años de la fuerte dependencia del líder carismático, apuntalado por la retórica victimista en los medios de comunicación y como garante de estabilidad frente al caos, que hacía inviable el entendimiento y estorbaba la siempre postergada democratización que no llegaba a permear a una sociedad que históricamente ha exterminado a personajes como los Novaković, sus particulares Gracos de la justicia, por empecinarse en acabar con el maginicidio como forma de cambio político.

El español con aspecto de griego para los serbios, según él mismo reconoce, que se ha resguardado bajo las dársenas de autobuses y ha compartido domaća kafa nos acompaña por la Serbia más personal por la que la paseado. La mirada del autor es la de quien en la introspección de una sociedad ha intuido que sienten que la historia está en deuda con ellos, permanentemente en foco, aunque a veces la sombra que proyecten no siempre les haga justicia. Una nación volcada a un autobombo causado por el sentimiento de inferioridad de quien echa de menos los cimientos porque amenazan su identidad y se enfrenta al hecho diferencial despertado en los 70 que en los 80 mueve a la preocupación de Baltić, quien denuncia ese chauvinismo al socaire del centralismo y la necesaria búsqueda de culpables.

El autor pone a prueba sus conocimientos de estudioso de la historia en los garitos donde persiste la afición por la conjura soterrada, trayendo de su inmersión en la vida más oculta de una comunidad las recetas comunes del amargo banquete en que la música la pusieron las epístolas cantadas de Stublić o Đorđević a ritmo de rock, dando voz a ese criterio selectivo de la enemistad que se iba imponiendo, oteando la inevitabilidad de la guerra para salvar la integridad de minorías diseminadas en cada estado y a la que hombres armados como los basi-bazak entre otros prestaron sus brazos. Son de agradecer alusiones para el recuerdo, con esbozos de idealistas como Milan Mladenović, ejemplo de la melancolía musical del fin, con su iniciativa de propaganda antibelicista, del fin de la identidad yugoslava que el músico esgrimía. El rock como elemento cohesionador en los tiempos de la desilusión propiciada por el autoritarismo acrítico reposante en las poltronas. Quizá porque Andreu refute esa alergia a la convivencia de los eslavos del sur, pese a que una historia de identidades artificiales rescatadas de las cenizas de las dos grandes guerras, demostrara que convivencia no es equiparable a multiculturalidad.

Si desean escuchar la disertación del autor sobre todo este caudal de experiencia, que compartirá como si estuviéramos departiendo con él en cualquier kafana, aún están a tiempo de pasarse por Matadero Madrid donde presentará al público su "Anatomía serbia" a las 19:00 horas el próximo 23 de mayo.

Autora: Alicia González

Biografía

Ciudad de origen: Vigo.
Año de nacimiento: 1981.
Experiencia profesional: Editor de la revista de estudios balcánicos "Balkania", profesor del Instituto Cervantes de Belgrado, becario de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Belgrado.
Formación académica: Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas por la Universidad Autónoma de Madrid. Máster en "Política y Democracia" en la UNED.
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